O K A B E
Javier R. Fernández
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IBERIA
Una posible definición de la península ibérica puede ser la de zona de paso y permanencia, quizás como muy pocas en nuestro planeta Tierra, reflejando a lo largo de su apasionante y dilatada historia las vicisitudes ocurridas no solamente en su geografía, sino en otras tierras lejanas.
Enclavada estratégicamente en el Suroeste de Europa, y aunque relativamente aislada geográficamente por la cadena montañosa de los Pirineos al Norte, y el mar Mediterráneo al Sur, en la práctica estas barreras naturales no han constituido un obstáculo serio para que, a lo largo de los siglos, y como consecuencia de las invasiones de diversos pueblos, las tierras de la geografía hispana hayan gozado igualmente del inestimable don de la diversidad, con una constante variedad de gentes, culturas y creencias.
Las invasiones suelen conllevar cambios drásticos de emplazamiento de pueblos, uno de los cuales contempla como sus métodos coercitivos han envejecido ante los que traen los nuevos invasores, quienes le suplantarán más eficazmente en el control de sus territorios.
Hacia el año 325 se celebra en Nicea, ciudad del Asia menor, en la actual Turquía, el primer concilio de la iglesia católica, bajo la égida del emperador Constantino I, que lucha por evitar la desmembración de su imperio, salpicado por las tensiones inherentes a la división del catolicismo.
Una multitudinaria representación obispal acude al concilio, presidido por el cordobés Osio, quien pocos años antes asistía en Elvira, población próxima a Granada, a otra reunión católica, que trataba de luchar contra las realidades cotidianas de sus gentes, poco acordes con los principios morales que se suponía debían imperar entre sus prosélitos.
BILAD AL-MAGHRIB
Las divisiones y luchas intestinas por el poder no son privativas de la fe católica, como lo prueba el que a mucha distancia de la península, la muerte del profeta Muhammad en el año 632 desencadene las consecuentes rivalidades en la Umma, la colectividad islámica, ante el problema planteado por el nombramiento de su sucesor, el califa de los creyentes islámicos.
Ante la inexistencia de un descendiente aceptado unánimemente por la Umma, se recurre al sistema tradicional de elección entre notables, pero las divisiones internas provocan finalmente la escisión en tres grupos, los jariyitas, chiitas y sunitas, cada uno con su propia filosofía respecto a la elección del califa, aunque con el tiempo cada uno de estos grupos se dividirá igualmente en facciones antagónicas entre sí.
El Islam, que comparte con el judaísmo y el cristianismo su enfoque religioso monoteísta, comenzará su lenta expansión lastrada por estas rivalidades, y en algunos momentos padecerá más conflictos en su seno que con respecto al exterior.
Los jariyitas proclaman que la dignidad califal emana de la Umma, la cual debe de elegir libremente a la persona más digna, incluso aunque sea un esclavo negro. Dado que sin rectitud en el obrar no hay fe verdadera, el musulmán que se aparta de la ley deja de serlo, y si es califa debe de ser destituido.
Los jariyitas se caracterizan por su rigor en el cumplimiento de los preceptos islámicos, al igual que por su tolerancia hacia las otras religiones.
Los chiitas son partidarios de Ali, primo y yerno del profeta, a quien consideran su único sucesor legítimo por ser la persona más cercana al profeta, manteniendo la premisa de que el imán, equivalente a califa, ha de ser un descendiente directo de Ali.
AL-MULATHAMUN
A lo largo del siglo XI, las divisiones que sufría la religión islámica hallaban terreno abonado entre las tribus beréberes, con la consiguiente inestabilidad política.
Al Norte, Bilad al-Maghrib era el feudo de los beréberes Zanata, influenciados por la rama religiosa de los Omeya.
Al Sur, en el Sahara occidental, los beréberes Sanhajah, unos islamistas más bien carentes de convicción, controlaban aquella inhóspita geografía, aunque tanto unos como otros adolecían de un liderazgo fuerte y centralizado, predominando en cambio las facciones internas no sólo hostiles, sino belicosas entre sí.
La confederación Sanhajah agrupaba, principalmente, a tres tribus.
El Sahara atlántico acogía a la tribu Gudalah; el central y meridional a los Lamtuna, con enclaves en Adrar y Tagant; el Norte y al Este pertenecían a la tribu Massufa, quienes controlaban Taghaza y el Wadir Dar’a.
Los Sanhajah eran conocidos, asimismo, como al-Mulathamun, los portadores del velo. Por tradición, y dado que consideraban a su boca tan indecente como a sus órganos sexuales, portaban un velo que les cubría la cabeza, con la excepción de los ojos.
Dos ciudades constituían la columna vertebral de los Sanhajah.
Al Norte se hallaba Sijilmassah, emplazada al oriente de la cadena montañosa del Atlas, mientras al Sur, ya en tierras del Sahel, Audaghost era el otro enclave, conquistado al poderoso estado soninke de Awkar.
Ambas ciudades eran los puntos de partida y llegada de las caravanas transaharianas que se dirigían hacia Bilad al-Sudan, el País de los Negros.
LA MESETA
Año 1.042
Orgulloso, Ibiya se deleitaba contemplando al recién nacido, mientras su compañera Bâ dormía a su vera agotada tras los dolores del parto, en compañía de su hija Aidoo, de dos años de edad.
Una nueva vida que les brindaría la dicha, las alegrías que proporcionaban las niñas y niños si superaban las enfermedades y avatares de sus primeros años de existencia.
Más adelante, la satisfacción de un nuevo cazador, un hombre fuerte, solidario y alegre, otro morador de aquellas selvas en las que transcurría la vida de las gentes que formaban su tribu.
La luz de la pequeña fogata iluminaba someramente el interior de la construcción en la que habitaban, con un lateral lleno de hierba seca y pieles de antílope, que formaban su lecho; al otro lado, se amontonaban sus escasos enseres y algunos víveres.
Su choza era cilíndrica, de unos tres metros de diámetro interno, con paredes de tierra apelmazada de medio metro de espesor. A partir de un metro y medio de altura, una estructura de troncos entrelazados surgía del muro, formando un techo cónico que se elevaba hasta unos tres metros de altura desde el suelo.
Hojas de helechos y arbustos recubrían completamente el techo, por donde se disipaba el humo de la fogata.
La única apertura hacia el exterior de la cabaña era una pequeña puerta de madera, que comunicaba al centro de su minúsculo poblado formado por otras dos chozas, que acogían a dos familias, una formada por Mbemba y Kimpa, la otra por Aleka y Ama.
Ninguna de ambas gozaba aún de la dicha de la descendencia, y ahora dormían apaciblemente, mientras sus hogueras se extinguían conforme transcurría la noche.
Un muro de piedras y tierra, de unos dos metros de altura,
La vestimenta de los hombres, de color negro, eran unos sencillos y anchos pantalones bombachos de lana, con una casaca también de lana que les llegaba hasta las rodillas, atada a su cintura con un cinturón, completadas con unas sandalias simples, cogidas con cintas a sus pies. Su prenda más característica era su turbante, prenda que les cubría totalmente la cabeza, con una estrecha abertura para sus ojos.
Las mujeres, con su cara al descubierto, llevaban prendas azules, un corpiño, y una falda que les llegaba hasta los pies, cogida con un cinturón, además de unas babuchas, siendo costumbre el que llevasen brazaletes y adornos.
Ibrahim y Yassin imponen el rigor de sus ideales religiosos, combatiendo la impiedad y las costumbres que para ellos son corruptas. Un largo abanico de normas, como la de prohibir el matrimonio con más de cuatro mujeres, suprimir impuestos no autorizados por el Qur’an, la imposición del velo en las mujeres, etc., marcan el camino futuro del movimiento al-Murabit, cuya era prosigue sus pasos.
En la península ibérica, el rey cristiano Fernando I de Castilla y León impone el pago de las parias a los reinos de taifas islámicos en el año 1.055. El mapa político de estas comunidades, con unas veinte taifas bastante variables, lleva en su estructura el germen de su destrucción, siendo el pago de este tributo a los reyes cristianos por mantener la paz un síntoma que no pasa desapercibido al pueblo, contando con la oposición decidida de los alfaquíes.
Zaragoza, aunque es la taifa más septentrional y expuesta de todas, alejada de al-Andalus, se caracteriza por su fuerza y capacidad de adaptación a todos los avatares de la época, proporcionando una estabilidad en la Marca Superior que será un factor indispensable para prolongar la supervivencia de todas las taifas más meridionales.
Tiempo atrás, el padre de Mbemba compró aquella piel a unos mercaderes, arrebatado por aquellos sencillos dibujos y colores.
Posteriormente, asociada los sueños rituales del eboka, adquiriría para ellos un profundo significado mágico, y a su muerte se la legó a su hijo, además de sus conocimientos sobre las plantas que usaban en la lucha contra algunas de las enfermedades que afectaban a sus gentes.
Cuando Mbemba obtuvo una cantidad adecuada de virutas buscó entre sus escasas pertenencias una piedra rectangular diestramente trabajada, poco más larga que su mano, con un grosor de un dedo y un hermoso veteado rojizo.
Esparció sobre ella unas virutas y, con la ayuda de otra piedra similar, las fue friccionando constantemente, hasta convertirlas en un polvo basto.
Mbemba depositó el polvo en un cuenco de madera, grabado exteriormente con un sencillo dibujo que recordaba la forma de las hojas del eboka y después de llenarlo con agua lo cubrió con la piel, colocándolo sobre un pequeño tocón en un lateral de la cabaña, en donde reposaría hasta la noche del día siguiente.
Ndalla cumplía los quince años, edad que señalaba la ceremonia de paso a la madurez por medio de la eboka, su alucinógeno sagrado.
Sus costumbres diferían con respecto a otras tribus de población más numerosa, practicantes de ritos sangrientos, incluso peligrosos para sus adolescentes.
Para Mbemba y sus gentes una vida, especialmente la de un cazador, representaba algo tan escaso como valioso, indispensable para el bien común por lo que dada su escasa población, carecía de sentido el comprometerla mediante la ceremonia de transición a la madurez.
LA CAZA DE LA GBAGOK
A lo largo de la noche, Ndalla apenas descansó, dominado por la excitación de la próxima jornada. En sus cortos intervalos de sueño medraban las pesadillas, con cuevas profundas y tenebrosas, donde moraban desconocidos y gigantescos animales que, arrojándose sobre él, le devoraban entre atroces dolores.
Despertándose entre escalofríos, se aproximaba a la tibieza del cuerpo de Amina, tratando inútilmente de conciliar nuevamente el sueño.
Primero velada, luego claramente, el miedo comenzaba a atenazarle. Las consecuencias que implicaría un fallo sin posibilidad de corregirlo sólo tenía una respuesta, por otra parte inequívoca, dado que enfrente se encontraría la gbagok.
El horror recorría el cuerpo de los habitantes de los poblados pensando en ella. Su longitud – hasta los ocho metros -, unida a su fuerza, aterrorizaba a todos por igual, incluidos a los cazadores.
No constituía un peligro para los asentamientos humanos, pues la serpiente se mantenía alejada de ellos, pero entre las ramas de los árboles, en las zonas de arbustos y rocas y, preferentemente en las sabanas, imponía sus leyes.
Al amparo de su enmascaramiento acechaba a las posibles presas que caían bajo su radio de acción, arrojándose sobre ellas con gran rapidez para enroscarse a sus cuerpos y clavar sus dientes en ellas, aunque su veneno es poco tóxico, pues su método de darles muerte es la presión, la constricción.
Cada exhalación de su víctima propicia una nueva constricción, lo que impide una nueva y total inhalación, con lo que inexorable y lentamente, consigue ahogar a su presa, incapaz de deshacerse de su abrazo férreo y mortal.
Cuando la gbagok ya no siente el palpitar de su víctima,
YUSUF IBN TASHUFIN
Año 1.070
Una vez que Marrakesh se consolida como capital, el año 1.070 sería testigo de acontecimientos transcendentales en el mundo al-Murabit.
Bakr nombra a su primo Yusuf ibn Tashufin como delegado suyo en el Norte, para proseguir la inacabable guerra contra los Zanata.
Una vez que se ha consolidado ese frente, Bakr se ve forzado a encaminarse hacia el Sur, en donde las pugnas entre los Massufa y los Lamtuna socavan, otra vez, la unidad Sanhajah.
Yusuf se aprovecha de su ausencia para reforzar su ejército, enrolando a cautivos españoles y a esclavos negros, pero ahora no piensa solamente en los Zanata.
La codicia ha medrado en su corazón.
Cuando Bakr vuelve dos años más tarde, se encuentra con que Yusuf, en claro enfrentamiento, se niega a aceptar su autoridad.
Bakr, curtido en las realidades del mundo que le rodea, rehúsa la solución de llegar a las armas para imponerse, y medita la situación problemática creada por la rebeldía de su primo.
Especialmente ahora, que retorna de resolver un capítulo más de esa interminable historia, Bakr es especialmente sensible a los peligros que acarrea la desunión, siendo plenamente consciente de que una guerra con Yusuf podría implicar el fin del movimiento al-Murabit.
Inevitablemente, la realidad es que el poder reside en las armas, y las fuerzas de los dos contendientes suman la élite de su ejército.
Su enfrentamiento, claramente, conllevaría a su debilitamiento, con los Zanata como únicos beneficiados que obviamente no dejarían de aprovecharse de tal situación.
LA CARAVANA
Año 1.075, Abril
Tanto la irritación como el nerviosismo afloraban patentemente en Wafiq, al igual que entre otros mercaderes de Sijilmassah.
Los primeros días de Abril pregonaban el verano, pero sus caravanas no habían partido aún hacia el Sahel, y todos ellos eran conscientes de que la partida ya no podía demorarse más, pues se aproximaban al límite impuesto sin condiciones por la climatología del Sáhara.
Un antiguo mercado nómada de camellos se había convertido en Sijilmassah, capital de la región del Talifatel.
Beneficiándose de su emplazamiento al Este del Medio Atlas, constituía la puerta del desierto sahariano, el punto de partida de las caravanas que se encaminaban al Sahel, siendo asimismo la meta de las mismas en su retorno del Sur, y enlazando igualmente con otras provenientes del Norte.
Por todas estas circunstancias, siempre fue un bastión codiciado, cambiando frecuentemente de dueño. Para al-Murabitun su posesión era estratégica, su carencia implicaba un revés gravísimo.
Partiendo de la ciudad, las caravanas enfilaban el Sur durante unos 175 kilómetros, punto donde la ruta ofrecía dos alternativas.
La ruta occidental giraba hacia el Suroeste, a través de la hamada del Dar´a, accediendo después de un recorrido de unos 500 kilómetros a Tinduf. Posteriormente, discurría paralela, pero por el interior, a la costa atlántica hasta finalizar en Audaghost.
Siendo una travesía más larga, soslayaba cruzar directamente el Sáhara, por lo cual gozaba del favoritismo de los mercaderes.
La alternativa directa hacia el Sur, aun siendo la más corta era la menos atrayente, siendo únicamente realizable desde los meses de Noviembre hasta, a lo sumo, finales de Mayo.
Negri comentó la decisión con sus hombres, tras lo cual todos se dedicaron a limpiar una zona del suelo, procediendo posteriormente a montar una rudimentaria cabaña formada de una estructura de ramas, que recubrieron con grandes hojas, obteniendo un aceptable refugio provisional.
Allí dentro, hacinados en su interior, los adolescentes pasarían los días en los que Ogoa y Negri vagarían por aquella zona, buscando un poblado.
Esperarían, envueltos, arropados por el olor de la tierra, de sus cuerpos sudorosos y temerosos.
Aguardarían la llegada de nuevas cautivas y cautivos, nuevas mentes y cuerpos angustiados ante el rumbo aciago que las circunstancias habían impuesto a sus vidas.
Al comenzar la tarde, los dos hombres emprendían la búsqueda.
Su única indumentaria, al igual que la de todos los componentes del grupo, era una raída, descolorida piel de gacela, a guisa de falda corta. En una bolsa de cuero portaban las pieles que les abrigarían durante las largas noches, además de unos trozos de carne seca de mono.
Atados a sus cinturas portaban sendos cuchillos de hierro, oxidados y desgastados, pero que en aquellos parajes eran un auténtico lujo.
Unas lanzas de madera, con sus puntas afiladas y ennegrecidas al fuego, completaban su equipo.
La elevada humedad imperante propiciaba el que su marcha resultara pesada, especialmente en los tramos ascendentes y sus cuerpos, perlados de sudor, se convertían en blancos atractivos para incontables nubes de moscas y mosquitos, aunque los dos hombres los ignoraran. Conforme avanzó la tarde, el cielo comenzaba a cubrirse de oscuras nubes, presagio de una tarde lluviosa.
Llegaba el instante más crítico, aquel en el que debían de actuar rápida y silenciosamente.
Cuando la pareja se aproximara lo suficiente, surgirían a sus espaldas, inmovilizándoles y tapando sus bocas.
Luego correrían a una zona más alejada, en donde procederían a atar y amordazar a sus presas, tras lo cual se las echarían al hombro, iniciando una marcha lo más ligera posible, pero cuidando de no agotarse.
Todos esos detalles acudían a sus mentes, con la excitación de la caza tensando sus cuerpos.
Tandeng y Okabe trotaban alegremente hacia aquella presa que capturarían fácilmente, lo que sería todo un pequeño acontecimiento para aquella jornada, del que ambos serían los protagonistas centrando la atención de sus gentes.
Repentinamente, mientras sus piernas surcaban el aire, sus cuerpos quedaron apresados, al mismo tiempo que unas manos rudas cubrían sus bocas.
Rápidamente, Negri agarró el señuelo, mientras Ogoa portaba el resto de sus pertenencias, comenzando a correr paralelos a la senda, entregados a su suerte.
Ahora no podían permitirse el lujo de la prudencia, arriesgándose a pisar una serpiente o al encuentro repentino con otro animal peligroso, dado que su mayor preocupación consistía simplemente en no dejar huellas visibles de su paso.
El suelo volaba debajo de los dos capturados, incapaces de resistirse más adelante mientras les ataban, y sus bocas eran selladas por unas tiras de piel, tras lo cual su visión se redujo al suelo y sobre todo, a unas espaldas fuertes y sudorosas, pertenecientes a unos hombres que les alejaban de su poblado, de sus gentes, dando un giro total a sus existencias.
AL-DJUF
17 de Mayo
Arropados por un silencio sepulcral, bajo un Sol resplandeciente, la caravana partía de Tawdeni.
Todos sus integrantes eran conscientes de que la aventura, el peligro real, comenzaba ahora, en aquel tramo hacia Biru.
Sí, con todas las vicisitudes que podrían surgir, conseguían llegar allí en tres semanas, en los primeros días de Junio, la suerte les habría sido propicia. Un trayecto de tres semanas como mínimo, sin el apoyo de ninguna población, conscientes de que no podían contar con las escasas fuentes de agua, que aparecían y se desvanecían ininterrumpidamente, a merced de las arenas cambiantes.
Tratando de soslayar de sus mentes la posibilidad de las terribles olas de calor.
Salvo entre los guías nómadas y los hombres más curtidos de la caravana, en el resto surgían el desamparo, el temor ante las jornadas que se avecinaban.
Externamente, se apoyaban en la sensación de confianza y seguridad que otorga el grupo, pero en su interior la terrible fama de aquellos parajes pesaba tangiblemente en sus corazones.
Al-Djuf…el vacío…
El puro desierto sahariano.
El vacío profundo de los solitarios, infinitos parajes.
El Sol, el calor, la sed, la bóveda celeste, tan inmensa como desconocida, colmando el cielo nocturno.
Todos conscientes de que, si las circunstancias se tornasen aciagas, finalmente sus vidas dependerían de un solo hombre.
El taksif.
El guía nómada que partiría, sólo, hacia Biru, con la misión de conseguir que una caravana de socorro se encaminara
Sus ojos, prófugos del sueño, vagaban infructuosamente por las tinieblas del entorno, mientras el tiempo se paralizaba, convirtiendo los minutos en una eternidad.
Sólo el mutuo contacto, el calor de sus cuerpos les permitió superar aquella noche, soslayando la sima profunda del terror.
Una hoguera parca iluminaba vagamente el entorno de Ogoa, pero incluso así él tampoco disfrutaba de una noche mejor.
Durante todo el tiempo fue incapaz de dormir, sobresaltado a pesar de su experiencia, luchando por no sucumbir al miedo paralizante, atrapado en esa dimensión donde el tiempo, ralentizado, impone su ley implacable.
La mañana se abrió con la calina y aquella brisa sofocante que presagiaban un nuevo riah al- sumun.
Un escalofrío recorrió sus cuerpos cansados, conmocionados ante la tormenta incipiente, sintiendo como la brisa caliente incrementaba notablemente la temperatura.
Se agruparon, preparándose a afrontar el inevitable temporal.
Aunque más breve, les azotó con más dureza que el anterior, con el viento caluroso abrasando sus cuerpos atormentados, tratando de controlar las dunas cambiantes con sus ojos cegados por las arenas.
Al final, inevitablemente, la lucha devino una batalla personal, cada uno de ellos tratando de no sucumbir en aquel infierno aullante, ciego.
Cuatro guardianes sucumbieron, enterrados vivos en el embudo fatídico que se formó donde se cobijaban, rellenándose rápidamente de finas arenas. Una treintena de camellos de carga perecieron, al igual que un caballo y siete camellos de provisiones, todos sepultados en la negrura de su suerte.
EL TAKSIF
31 de Mayo
La aurora rasgaba la noche, pregonando otra nueva jornada de fuego.
El taksif continuaba avanzando, luchando por vencer al tiempo, mientras la temperatura ascendía nuevamente, sobrepasando los 45◦ C.
A lomos de su mehari, iba envuelto totalmente en sus ropas, que le evitaban ser quemado por los rayos del Sol.
Dos aberturas mínimas le posibilitaban la visión, al mismo tiempo que protegían a sus ojos de la ceguera que el resplandor refulgente y persistente de las arenas la causaría si no tenía precauciones.
Hacia el mediodía se detuvo.
Su primera preocupación fue su mehari, al que despojó de sus arneses y carga, proporcionándole seguidamente un litro de agua.
Después de clavar su lanza profundamente en las arenas, ató a ella a su montura con una larga correa de piel, posibilitándole una relativa comodidad de movimiento, para dedicarle luego unas largas caricias, entre palabras de agradecimiento.
Portaba agua para una semana, siempre que la administrara con mesura.
Mientras comía unos dátiles acompañados de tragos breves de agua, se dedicó a observar detenidamente los alrededores, memorizando el entorno y procediendo posteriormente a señalar con unas piedras la dirección a seguir.
Concluido su parco refrigerio, desenrolló una piel de aproximadamente un metro por dos, atando una esquina por encima de la correa que sujetaba a su mehari, a menos de un metro de altura y luego, tendiéndose cerca de la piel, contorneó su figura en las
tan llamativos como desconocidos, entre un cúmulo de nuevos olores, de carne pestilente, de moscas que lo invadían todo.
Cuando arribaron a Kurmi, el mercado, su incredulidad alcanzó el clímax.
Aquel maremágnum increíble de gentes, animales, mercancías, olores y colores constituía un mundo inenarrable, envolvente, que les atrapaba sin pausa ni solución, logrando que sus bocas enmudecieran.
Kurmi se localizaba a la vera del rio Jakara que cruzaba la ciudad, representando el punto de llegada y salida de las caravanas.
En un lateral de la plaza se erguían unas sucias paredes, emanando un olor pestilente.
Allí, entre nubes de moscas, defecaciones y regueros de orines, se enfrentaron a una impactante hilera de adolescentes y adultos, atados a las paredes.
Antes de comprender nada, se encontraban atados entre ellos, sin apenas poder moverse, entre miríadas de gentes diversas que les ojeaban con curiosidad.
Su destino, el motivo de su captura, se esclarecería poco a poco, con unas connotaciones todavía más dramáticas de las que fueran capaces de aventurar.
Kano constituía uno de los grandes centros del comercio esclavista, aunque por su lejanía del mercado más importante, Audaghost, los precios obtenidos en la venta resultaban inferiores.
En principio, Negri no contaba con vender en Kano a nadie de su grupo allí, aunque siempre existía la posibilidad de que algún mercader opulento o gerifalte se encaprichara de alguna chica o chico, con la posibilidad de obtener una transacción satisfactoria.
A lo largo del tiempo que permanecieran allí, uno o dos días, quizás surgiera esa buena coyuntura.
IDRIS
Julio
Idris se despertó súbitamente, con una extraña sensación.
Aunque ya había amanecido, la luz fuera de la jaima en la que dormía con su familia carecía de la luminosidad habitual, siendo sustituida por una claridad difusa, borrosa.
Sintiendo palpitar su corazón con celeridad, se dirigió al exterior, comprobando que no se equivocaba.
Allí donde debía hallarse el Sol incipiente e implacable de Julio, un manto de nubes tapizaba las alturas, y finas gotas de lluvia empezaban a caer.
El suelo, arenoso y seco, absorbía con avidez aquel tesoro, pero otras gotas continuaban cayendo, consiguiendo incluso empapar ligeramente el terreno.
El ganado, excitado, comenzó a mugir, y esa fue la señal que despertó al resto de sus gentes, que comenzaron a surgir con celeridad de sus jaimas entre exclamaciones de gozo, al tiempo que se despojaban de sus ropas mugrientas, brindando a sus cuerpos la alegría de aquellas lluvias, tan ansiadas como raras.
El calor de Julio se debilitaba temporalmente, reemplazado por aquellas nubes anheladas provenientes del Sur, que surgían en aquellos parajes por los que el clan de Idris vagabundeaba, en una espera continua de la bendición del agua que, posteriormente, les brindaría una cosecha de gramíneas y hierbas.
Idris se desnudó también, gozando con cada gota de lluvia que resbalaba sobre su fisonomía dura y nervuda. Medía 1,7 metros de estatura, con un rostro de facciones serias y una frente que ya mostraba los surcos incipientes de las arrugas.
Su pelo era negro, muy corto, ojos marrones y una nariz aguileña que le confería un aspecto arrogante.
GUELB ER-RICHAT
Aquella mañana Idris se asomaba no sólo a aquel paraje impresionante, sino también a unos nuevos sentimientos, que brotarían y germinarían en las horas venideras.
Se sentó, absorto.
Ante sus ojos, una depresión circular de unos cuarenta kilómetros de diámetro, con una profundidad de unos cien metros y una antigüedad de unos 6oo millones de años, enmarcaba un paraje fascinante, fruto de la naturaleza en su lenta pero implacable fuerza erosiva.
Cientos de millones de años atrás, aquella zona se encontraba bajo las aguas.
Al retroceder estas por la continua actividad y levantamientos de la corteza terrestre, se quedaron al descubierto los sedimentos acumulados lentamente, transformados finalmente en un domo.
Las lluvias, pero principalmente los vientos saharianos, lanzando sus finas arenas como chorros desbastadores, fueron erosionando progresivamente al domo, desgastando desigualmente su estructura a causa de sus materiales diferentes.
Desde su centro de cuarcita, se formaron bandas concéntricas del mismo material, mientras las zonas intermedias, menos resistentes, se desgastaron formando valles intermedios entre aquellas más duras.
Ahora aquellas capas se manifestaban descarnadas, conformando una geografía irreal, con sus colores fascinantes provenientes de los minerales que los componían.
Contemplando aquel paisaje, Idris sentía sensaciones nuevas aflorando a su mente.
LA MAR
Con un incipiente Sol a sus espaldas dorando la mañana, bajo un fulgurante cielo azul, Idris cabalgaba rápidamente, ansioso por comprobar los fantásticos relatos de Wafiq, hasta que sus oídos captaron un rumor lejano detrás de las dunas, que le hizo detenerse escuchando atentamente.
Aquel murmullo continuo, desconocido y majestuoso, mezclado con los piares de las aves marinas, atrapó sus sentidos, envolviéndole en las redes de una extraña ansiedad.
Su olfato aún no distinguía el aroma de la mar, pero su cuerpo presentía ya la humedad progresiva, y cuando su mehari coronó la pequeña loma que les separaba del océano, la brisa les envolvió.
Se detuvo atónito, mientras un escalofrío prolongado recorría sus venas, contemplando aquel infinito mar azul verdoso que se mostraba ante sus ojos.
Océanos de brisas, de inmensidades marinas, se enfrentaban al vacío de sus océanos de arena.
Sus ojos empequeñecidos, arropados siempre por el turbante, se fundían en aquella línea del horizonte, allí donde el brillante azul celeste confluía en el marino verdoso.
Aquellas pupilas, ahítas de soledades infinitas, se desbordaban ante la fuerza de aquel mundo dinámico, murmurante, mientras su olfato, reseco por vientos ardientes, casi ajeno a los matices, se humedecía con aquel aroma excitante.
Sus oídos, vaciándose del silencio profundo de las inmensidades saharianas, se saciaban del murmullo de las olas, del canto de las aves.
Un Idris curtido de sudor, durezas y penalidades, se enfrentaba en silencio a su ignoto, vital océano.
ASIDA
Okabe hacía una de sus guardias rutinarias en la puerta del palacete cuando, hacia el mediodía, observó al mayordomo llegando con una joven que portaba un simple hatillo en su hombro, con la inseguridad característica de la persona recién llegada reflejada en sus facciones.
Su aspecto era saludable, con una complexión delgada pero fuerte, y de estatura más bien alta, unos 1,7 metros. Su pelo era ligeramente rizado, más largo de lo normal, con una amplia frente sobre unos ojos negros como tizones, una nariz fina y unos labios carnosos y prominentes, que le proporcionaban unas facciones atractivas.
Inevitablemente, la mirada de Okabe se posó también en sus senos reducidos y amplias caderas, sintiendo como su pene entraba en una erección incipiente y espontánea que consiguió de refrenar.
- Okabe … esta es Asida, nuestra nueva sirviente – el mayordomo les presentó.
La muchacha, cuya edad rondaría los veinte años, le devolvió la sonrisa, entrando tras el mayordomo en el palacete, y Okabe la siguió mirando hasta que desapareció tras la puerta, notando como otra vez su cuerpo se disociaba de su mente.
Cuando poco después entró a comer, se encontró con la joven en la cocina, quien le sirvió su comida.
- Hola, Okabe – su sonrisa le provocó un azoramiento que trató de
- Hola Asida … bueno… parece que eres nueva … ¿ de dónde vienes ?
- Estaba de sirviente en otra casa, hasta que mi amo decidió mudarse a Fas, desprendiéndose de casi toda su servidumbre … casualmente, es amigo de tu amo … ahora también el mío …
LAS KASBAHS
El asentamiento de Bulmane, distante unos cien kilómetros, constituía su destino.
Para llegar hasta él ascenderían a unas zonas mesetarias, encaminándose posteriormente hacia el Nordeste.
De Ourzazate a Bulmane, una sucesión de kasbahs habitadas por campesinos luchaban por sobrevivir a todo.
Aisladas, alejadas entre sí, vivían atenazadas por la inseguridad y el miedo. Ante las razzias de los bandidos y las amenazas que representaban los soldados, la única protección que tenían sus habitantes la constituían los gruesos muros de adobe de sus kasbahs, la resistencia de sus puertas.
Algunos campesinos eran también malhechores esporádicos, por lo cual Qays y sus hombres irían inspeccionando aquellos asentamientos que jalonaban su recorrido.
Al final, les esperaba la incógnita de Bulmane, la posición más peligrosa de las estribaciones orientales del Atlas.
Aquel emplazamiento, cercano a los impresionantes desfiladeros del Dades y Todra, era una posición estratégica en el control de la región, los lugares por los cuales, a través de sus cañones angostos, los bandidos accedían fácilmente a las rutas más próximas de las caravanas.
Aquellas montañas representaban el corazón de los poblados habitados por los bandidos quienes, amparados en su geografía abrupta, con agua abundante y zonas cultivadas, resultaban inexpugnables.
Algunas veces, la kasbah de Bulmane, guarnecida por un contingente pequeño de soldados, caía en manos de los bandidos.
Sí, concluyendo su recorrido, se encontraran ante esa coyuntura, el futuro de la compañía de Qays estaría en el aire.
KARIF
La tribu más importante de aquellas montañas estaba liderada por Karif, jefe de uno de los clanes montañeses, cuyos pasos levantaban el polvo de la senda tortuosa que trepaba hacia la meseta, mientras contemplaba la resplandeciente Luna llena iluminando sus tierras.
Su pequeño poblado se asentaba en la ladera de una montaña, colgado como el nido del águila, en un paraje barrido por los vientos. Se componía de varias casas de piedra que conformaban un pequeño recinto fortificado.
La planta baja de estas casas acogía a su ganado, fundamentalmente cabras con algunas ovejas, durante las noches, y al fuego de la cocina, mientras sus alojamientos se ubicaban en la primera planta.
Una era comunal y una plaza pequeña para la jam’ah completaban el poblado. Tanto él como sus gentes se consideraban realmente campesinos.
En el fondo del valle, donde un riachuelo fluía con agua a lo largo de todo el año, se desperdigaban las zonas de cultivo, en las cuales recolectaban trigo y vegetales, así como los pastos para su ganado.
Sus necesidades más básicas estaban satisfechas, gozando de una vida relativamente cómoda, aunque los inviernos resultaran duros y fríos.
Aquellos parajes eran ásperos, con escasa vegetación, y las lluvias, estacionales y a menudo torrenciales, propiciaban una fuerte erosión en los materiales, principalmente piedras calizas y arcillas, con la formación de numerosos barrancos profundos.
Su religión no era la Islámica, y su vida se hallaba regida por la Kanun, que recogía sus códigos de leyes y costumbres, en las cuales
TODRA
La patrulla partía de la kasbah antes del alba, llegando a Todra hacia el mediodía.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Okabe, contemplando aquellas impresionantes paredes verticales, vigilantes de la entrada angosta, el riachuelo que serpenteaba en su fondo.
Admiró su belleza arrebatadora, su salvajismo innato, y captó el enervante silencio que emanaban.
Supo que les esperaban allí, y fue suficiente una mirada a Qays y a Kaduna para confirmarle que estos compartían su certeza, ante lo cual su cuerpo se enervó.
Intentó controlar el temblor que le sacudía, unido a aquella parálisis total que le impedía moverse, mientras una pléyade de recuerdos le golpeó tan fugaz como profundamente.
Las caras de Asida, de su familia y de sus gentes luchando a muerte por no difuminarse, aquellos parajes selváticos que anidaban en lo más profundo de su corazón …
Su mente se paralizó, y su mirada se quedó fija, anclada en aquellas paredes, insensible al tiempo, él sólo en medio de todos.
Kaduna también temblaba, sintiendo una angustia latente comenzando a crecer en su interior, a pesar de todos sus esfuerzos por desecharla.
- Tranquilos, esas sensaciones que os atenazan son normales, yo las he sentido muchas veces … tenéis que luchar por desecharlas, pues os pueden atenazar y bloquear por completo, y entonces seríais totalmente incapaces de reaccionar … respirar hondo …
Las palabras de Qays lograron que sus dos soldados reaccionaran, al menos externamente, consiguiendo que aquel frío interno que les amordazaba se diluyera poco a poco, aunque un poso indestructible proseguía latiendo en sus corazones.
físicas como psicológicas, mejoraron lo suficiente para afrontar con más posibilidades de éxito las altas temperaturas, aunque ni se hallaban en las zonas más calurosas ni él podría ir mucho más allá de sus limitaciones, pero su resistencia se benefició considerablemente de aquellas experiencias.
Asimismo, sus responsabilidades se incrementaron cuando Qays le asignó el mando de una patrulla mixta de diez soldados, que recorría todas las zonas con la excepción de las dos gargantas.
Okabe se había ganado el respeto de sus compañeros y la confianza de Qays, y la necesidad vital de apoyo mutuo entre todos, a despecho del color de la piel, se había implantado finalmente.
En una de sus descubiertas sorprendían a un grupo de media docena de montañeses camino de una de sus razzias.
Tanto en Okabe como en sus hombres perduraban las vivencias espeluznantes de Todra, y una decisión imparable y fría guiaba sus pasos.
Tenaz, obsesivamente.
A través de barrancos abrasados y cañadas asfixiantes, no concedieron tregua a aquellos hombres aguerridos, y cuando tras sortear una emboscada les acorralaron como a animales contra el recodo de un seco wadi, unos y otros se observaron con miradas vacías de clemencia, con ojos ahítos de sangre.
Sin piedad, los cuerpos destrozados de los seis hombres sirvieron otra vez de alimento a los animales salvajes, mientras dos soldados perecían en aquel episodio sórdido, otra muestra más de violencia sin fin.
una jofaina y una jarra colmadas de agua.
Sonriendo sin cesar, el dueño encendió una vela, deseándoles una velada gozosa, antes de retirarse guiñando un ojo ladinamente a Okabe.
Okabe abrió el pequeño ventanuco, brindando la alegría de la luz al pequeño cuarto, mientras Asida cerraba la puerta, y casi al instante sus cuerpos se encontraron abrazados, cediendo gozosos a la gravedad que les empujaba sobre las mantas, mientras sus ropas volaban a pesar del frescor imperante, disfrutando de la calidez añorada de sus cuerpos que les transmitían la plenitud de la vida.
Sus respiraciones se aceleraban conforme el fuego del sexo, reprimido tanto tiempo, retornaba a sus cuerpos, y aunque sus gritos aún debían de someterse al rigor de la censura, no pasar mucho más allá del murmullo, al menos ahora estaban libres del temor a que alguien les descubriera y quebrara sus vidas irremediablemente.
El tiempo se diluyó, prevaleciendo solamente aquel placer desmedido al cual sus cuerpos se entregaban sin descanso, fundiéndose en el éxtasis del momento, espoleados por la desesperación del mañana.
Cuando el sudor se desvanecía de sus cuerpos, y el frescor de la habitación retornó, se cobijaron en la voluptuosidad de las mantas, gozando simplemente del silencio de la habitación, del murmullo de la calle, del contacto de sus cuerpos, luchando por no caer en la somnolencia, algo imposible para Asida.
- Okabe, como te he añorado – susurraba antes de caer en la placidez del sueño.
Asida se despertaba ajena a todo menos a la presencia de Okabe, abrazándole ardorosamente hasta que el tiempo imponía su significado, saliendo los dos a la calle y mezclándose con el gentío para retornar lentamente, desando que el camino que les separaría
Atravesando el amplio desfiladero del Zic, las sensaciones de Okabe se alteraron inconscientemente cuando el guía les indicó que, encaminándose hacia el Suroeste, se accedía a las gargantas del Todra, del Dades, también a Bulmane, a Ourzazate.
La vista de Okabe se vació.
Mirando hacia el horizonte fijamente, sus recuerdos afloraron como el viento. Hacia el Sur…Zagora, Marrakesh…
Asida, añorada y anhelada …
Más hacia el Sur, el desierto interminable, Biru… Más allá, ignoraba donde, Kano…
En el infinito, su familia, sus gentes, su poblado…
Diseminados aquí y allá, sus compañeras y compañeros de cautiverio…
Aquellas gentes…Tandeng … Anowa…Ogoa…Idris…Yasif…Mayi …Fatin … Okabe se sintió viejo.
Anclado, llamado por su pasado punzante, desgarrador, incapaz de moverse.
Si quizás, de diluirse entre las finas arenas de las dunas, que el viento arrastrase sus partículas por las hamadas, los áridos wadis, los ergs…
Su caballo captó su ausencia, siguiendo al resto de la patrulla cuando esta reanudaba su marcha.
y después de este largo año esperaba recibir noticias suyas. No ha sido así, y estoy intranquilo, temeroso de que le haya sucedido algo.
- ¿ Quién es ese amigo? ¿ cómo se llama ? – aunque inquisitivo y distante, en la actitud de Tahir parecía primar más que nada la
- Su nombre es Qays, y se dedica a patrullar las kasbahs, desde Ourzazate a
- No le conozco, pero sí he oído que esas misiones son arriesgadas y peligrosas, en especial las gargantas que hay allí … bueno, tienes mi permiso para ver a
Para consuelo de Okabe, y a pesar de su aspecto serio y distante, Ali era una persona asequible, capaz de salvar sin problemas las distancias impuestas por el status militar.
- Que Allah te acompañe, Okabe, dime en que puedo ayudarte – Ali descendió de su caballo, para pasear a su lado mientras contemplaba unos ejercicios al lado de varios de sus
Muy lejano al Okabe que partía de Marrakesh tiempo atrás, este ya no se andaba con rodeos.
- Al regresar después de mi estancia en Midelt, esperaba con impaciencia recibir noticias de un amigo que dejé en Marrakesh … se llama Qays, y se dedica a capitanear las patrullas de las kasbahs, hasta Bulmane … y me ha sorprendido mucho no tener noticias de él, lo que por un lado me hace temer lo peor …
Alí reflexionó sobre sus explicaciones, mirándole con atención.
- Creo captar que hay algo más ¿ verdad ?
- Ciertamente … en Marrakesh también se quedó una persona a la que amo, Asida, otra siklabi que vive en el palacete de Wafiq, mi antiguo amo … el caso es que antes de partir, Qays me prometió hacer lo posible por mantenerme al corriente de ella, y ahora …
A pesar de su entereza, Okabe sintió un nudo en su garganta,
LA PARCA
Aquel poblado, escondido en la montaña, caía como la tarde, como los rayos del Sol que impregnaban de un naranja cálido toda la zona, devorada y arrasada por las llamas.
Atrapados en la vorágine de la Parca, los guerreros de Okabe eran implacables, violando a su antojo, descuartizando a sus enemigos, renegando del perdón.
El contagio de la sangre salpicando las paredes y suelos, los gritos desgarradores de sus víctimas les cegaba, diluyendo completamente su razón.
Okabe se ahogaba con el humo que inundaba aquella casa, mientras sus hombres se alejaban hacia otras, víctimas de su instinto guerrero implacable, después de que los moradores de aquellas habitaciones, aquellas personas con sus ascendientes y su prole, cumpliesen su ciclo vital.
Pertenecían al pasado…
Se fijó en las escaleras disimuladas, que conducían a la azotea y cansado, se decidió por subir a respirar un rato, a interrumpir aquella maldición de sangre y muerte.
Al menos durante unos instantes…
El humo de los incendios continuaba ennegreciendo el paisaje, pero allí el astro declinante conseguía atravesarlo, iluminando la azotea con una calidez que contrastaba con el entorno desolador.
Otra vez más, Okabe experimentó aquel vacio congénito en su estómago, el sentimiento de su profunda, desgarradora soledad, ajeno totalmente a todo.
Pero incluso ahora, su instinto no le abandonaba.
Un pequeño ruido a sus espaldas le hizo girar, rápido como una serpiente, con su espada rojiza izada, presta nuevamente a desgarrar y destrozar.
SEBTA
Año 1.086, Junio
Al retornar de una de sus patrullas en el Rif, Okabe recibía la orden de dirigirse a Sebta con todos sus hombres, en donde le asignaban el mando de una compañía de cincuenta soldados, la mitad de los cuales eran al-Murabitun.
En Septiembre, Okabe cumpliría veinticinco años.
El orgullo se reflejaba en sus facciones, aunque su corazón portara las secuelas imborrables de tantos años de desesperanza y destrucciones, de guerras y muertes.
La plaza de Sebta asistía a una continua llegada de tropas, con todo el asentamiento agitado por rumores continuos, en la incertidumbre de la espera de nuevas órdenes.
Durante aquel intermedio, Okabe gozaba plenamente de seguir con vida. De la vitalidad del sexo con las prostitutas, de la caricia de la brisa y las arenas las playas, de la calma y la dicha de compartir con sus compañeros aquellos momentos de placer, alejados del rojo de la sangre.
Aunque fuera efímeramente …
Una mañana de Junio, todas las tropas rendían honores a su máximo dirigente, a su líder Yusuf ibn Tashufin, que desde su nervioso caballo, entre las banderas azotadas por la brisa y acompañado de sus máximos dirigentes militares, pasaba revista orgulloso a aquellos aguerridos guerreros, pregoneros de la pureza de su fe.
Se detuvo, contemplando las formaciones de soldados negros, una de ellas encabezadas por Okabe.
- Mis intrépidos y valerosos guerreros negros – su voz aguda sonaba impregnada del ardor y la vitalidad del adalid, consiguiendo fácilmente el contagio emocional de sus hombres – …